El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por
nuestra sociedad, en la medida que ésta descubre el prestigio del
individuo o dicho de manera más noble, de la “persona humana”. Es
lógico, por lo tanto, que en materia de la literatura sea el positivismo,
resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido
la máxima importancia a la “persona” del autor.
La lingüística acaba de proporcionar
a la destrucción del Autor un
instrumento analítico precioso, al
mostrar que la enunciación en su
totalidad es un proceso vacío que
funciona a la perfección sin que sea
necesario rellenarlo con las
personas de sus interlocutores
El alejamiento del Autor (se podría hablar,
siguiendo a Brecht, de un auténtico
“distanciamiento”, en el que el Autor se
empequeñece como una estatuilla al fondo de
la escena literaria) no es tan sólo un hecho
histórico o un acto de escritura: transforma
de cabo a rabo el texto moderno (o –lo que
viene a ser lo mismo– que el autor se ausenta
de él a todos los niveles). Para empezar, el
tiempo ya no es el mismo.
Hoy en día sabemos que un texto no está
constituido por una fila de palabras, de las
que se desprende un único sentido, teológico,
en cierto modo (pues sería el mensaje del
Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples
dimensiones en el que se concuerdan y se
contrastan diversas escrituras, ninguna de
las cuales es la original: el texto es un tejido
de citas provenientes de los mil focos de la
cultura.
Una vez alejado del Autor, se
vuelve inútil la pretensión de
“descifrar” un texto. Darle a un
texto un Autor es imponerle un
seguro, proveerlo de un
significado último, cerrar la
escritura.
Un texto está formado por
escrituras múltiples,
procedentes de varias culturas
y que, unas con otras,
establecen un diálogo, una
parodia, un cuestionamiento;
pero existe un lugar en el que
se recoge toda esa
multiplicidad, y ese lugar no es
el autor, como hasta hoy se ha
dicho, sino el lector