RENÉ DESCARTES

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primer parcial Historia de España Note on RENÉ DESCARTES , created by Alicia Guerrero on 12/10/2019.
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René Descartes  La obra de Descartes, a pesar de los siglos transcurridos desde la muerte de su autor y de las polémicas desatadas por sus seguidores y opositores, sigue siendo una de las que más influjo ejercen en el panorama actual de la filosofía. En efecto, la filosofía cartesiana no sólo actúa como levadura más o menos reconocida de corrientes de pensamiento y de sistemas filosóficos de una parte importante de la modernidad: desde la Ilustración francesa, hasta la fenomenología, pasando por el idealismo alemán, el materialismo dialéctico, el existencialismo, etc., sino que también se halla presente en el llamado pensamiento postmoderno . De ahí la necesidad de examinar con atención el proyecto cartesiano, en busca de aquellos elementos que todavía hoy pueden servir para permitir al pensamiento humano avanzar en su camino hacia la verdad.

 El proyecto cartesiano de una ciencia universal: una respuesta frente a la crisis El proyecto cartesiano de una ciencia universal sólo puede entenderse como la tentativa de superar radicalmente una crisis profunda que impregna todos los ámbitos de la existencia humana: desde el saber hasta la religión, pasando por la política y la ética. En efecto, la llamada edad moderna se halla marcada por un escepticismo inicial al cual no pudo hacer frente una escolástica formalista y decadente, y también por las luchas político-religiosas que ensangrentaron Europa durante más de treinta años entre aquellos que, como Lutero, se proponían una vuelta al cristianismo de los orígenes y los que no consideraban la reforma como algo necesario, o la entendían sobre todo como un perfeccionamiento de la moralidad y piedad. Junto a la ruptura de la unidad en la antigua Cristiandad, hay que señalar otros acontecimientos que contribuyeron a agudizar la crisis, como los descubrimientos de nuevas culturas —orientales, como la china, y las precolombinas americanas— no sólo distintas desde el punto de vista religioso, social y político, sino también ético, o los progresos en las ciencias experimentales que condujeron, entre otras cosas, a la sustitución del sistema tolemaico, geocéntrico, por el copernicano, heliocéntrico. Pocos pensadores, entre los que ocupa un lugar señero Descartes, fueron capaces de darse cuenta de la importancia de la crisis y de lo que en ella estaba en juego: no sólo la desaparición de la idea unitaria de una Europa que había aglutinado pueblos diferentes y culturas, sino la posibilidad misma de seguir aspirando a conocer la verdad. En efecto, cenáculos intelectuales, como el de los libertinos eruditos [Rodis-Lewis 1995], iban extendiendo sus ideas negadoras de normas morales, e incluso de la posibilidad racional de conocer la verdad. Desgraciadamente, como experimentó el mismo Descartes en sus años de estudiante primero en La Flèche y luego en la Universidad de Poitiers, la formación que recibían las élites de la época, lejos de prepararlos a hacer frente al escepticismo, parecía fomentarlo: ni los estudios de filosofía iban más allá de la repetición de doctrinas abstrusas cuya relación con la realidad se había perdido hacía tiempo, ni las ciencias experimentales, como la astronomía, la física, la medicina, hallaban algún lugar en los currícula de la época. Sólo en la matemática, por lo menos a los ojos del joven Descartes, parecía seguir ardiendo la llama de la verdad. Probablemente la pasión de Descartes por las matemáticas consiguió salvarlo de las garras del escepticismo. Esto explicaría tanto el proyecto de construir una ciencia o mathesisuniversal, como el partir de la evidencia matemática. De todas formas, era preciso encontrar el modo de aplicar esa evidencia, reducida a unos pocos objetos, a la totalidad del saber, más aún a la totalidad de todo lo que existe. De ahí la necesidad de encontrar un principio absolutamente evidente, capaz de derrotar el escepticismo de manera radical, a la vez que de proporcionar un criterio definitivo para la adquisición del saber. Pero, ¿cuál es el ideal de saber que se esconde en el proyecto de ciencia universal? Es una mezcla de sagesse humanista y de sabiduría escolástica. De la primera toma la importancia del conocimiento de sí ; de la segunda, la consideración de la sabiduría como el perfeccionamiento de la ciencia. Sin embargo, frente al escepticismo de la primera, Descartes busca una verdad válida para todos los hombres, y frente a la segunda, que considera imposible reducir todas las ciencias a una sola (los principios de la técnica, de las ciencias prácticas y teóricas son distintos), un origen y un fin único. Para Descartes, la ciencia puede ser una, pues parte de la razón, que es una [Recherche de la vérité X: 496], y tiene como objetivo el dominio de la naturaleza [Bonicalzi 1998: 175]. La ciencia se fundará, por tanto, en la razón y en la capacidad de ésta para conocer la verdad. Se trata de una verdad que, por eso, no puede proceder de un conocimiento sensible, sino sólo inteligible, cuya característica es la evidencia. De ahí que hasta que no alcance esta evidencia Descartes ponga entre paréntesis la totalidad del saber humano. Además de este nuevo modo de entender la verdad, en el arranque de la ciencia cartesiana hay otra novedad de la que no parece darse cuenta el mismo Descartes: el concepto de principio, el cual no sólo debe tener una prioridad ontológica, sino también gnoseológica, en cuanto que ha de presentarse ante la conciencia como tal, pues el principio de la ciencia universal debe ser primero en todos los sentidos posibles.

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La duda metódica y el error Para demoler el viejo edificio del saber de la antigüedad, Descartes utiliza la duda. No se trata, sin embargo, de la conocida duda escéptica, como la de los libertinos eruditos: se trata de una duda que, siendo radical, no es un estadio final, sino un punto de partida en el camino hacia la verdad. Además, la duda cartesiana establece una separación inicial entre el ámbito teórico o de las ideas y el práctico o del sentido del vivir. Por eso, la duda cartesiana no se extiende a la moral y a la fe. Por supuesto, la moral, que corresponde a la etapa de la duda, será provisional en espera de construir la ciencia universal, mientras que la fe quedará reducida a un grupo de creencias que se aceptan más por tradición, que por convicción racional, como lo prueba la afirmación del pensador de la Turena: “él tiene la fe de su nodriza” (recordemos que su relación con su madre duró pocos meses), lo cual muestra cierto fideísmo que tendrá graves repercusiones en la separación moderna y postmoderna de razón y fe [Spaemann 2009: 13]. De todas formas, la diferencia de la duda cartesiana con la escéptica se aprecia aún mejor cuando se tiene en cuenta su pugna contra el escepticismo: Descartes considera que éste sólo puede vencerse en su mismo terreno, es decir, mediante la aceptación de la duda, para a través de ella alcanzar la verdad, demostrando así que la duda no puede ser el estado definitivo de la razón humana. La verdad para Descartes no es sólo una isla feliz en el océano del error, sino aquello que —si existe— permite evitar completamente el error: no sólo aquel del que se es consciente, sino incluso su misma posibilidad. De ahí que error adquiera en Descartes un nuevo significado: el estado en que inicialmente se encuentra su mente, o sea el conjunto de ideas de las que no puede afirmarse nada por falta de fundamento. Según nuestro autor, las ideas proceden de una triple fuente: el conocimiento sensible, la memoria y la lógica formal. Y cada una de ellas se halla desasistida de fundamento: el conocimiento sensible porque es pasivo (el objeto es dado o supuesto; los errores sensibles, como el del remo que al introducirse en el agua parece estar roto, son una ratificación de esta falta de fundamento); la memoria, por su parte, se refiere al pasado, pero el fundamento o se halla presente ante la conciencia o no es tal; por último, la lógica formal exige que la razón se fíe de unas reglas que no son evidentes, como la deducción de una conclusión a partir de las premisas. El abandono de la duda dependerá, por tanto, de la voluntad; más en concreto, del querer encontrar el fundamento de la ciencia, para lo cual Descartes se obliga a no afirmar como verdadero lo que aparece espontáneamente en la conciencia. Este rechazo equivale a darse cuenta de la existencia de una aceptación inicial de la que ahora es consciente, o sea que antes había afirmado como verdadero lo que no lo era por carecer de fundamento. La voluntad humana parece ser así origen de dos capacidades contrarias: el poder de afirmar la verdad y el ser fuente de error. ¿De dónde procede esta duplicidad? Descartes, como los escépticos, rechaza la existencia de una relación entre idea y realidad; no, a diferencia de los escépticos, porque no se pueda conocer la realidad, sino porque nuestras ideas no corresponden a la realidad. La razón que da es clara: la idea, en cuanto que existe dentro del pensamiento, pertenece sólo a él, mientras que la realidad es indepediente, pues se halla fuera de la mente. De ahí que en la idea no haya nada que permita el paso a la realidad ni viceversa. Por otro lado, según Descartes, la existencia de la idea y de la realidad extramental es innegable, pues la idea es percibida por el pensamiento y la realidad es afirmada por la voluntad en el juicio. Atribuyendo el juicio a la voluntad —en lugar de a la razón—, Descartes hace depender la verdad de la voluntad divina que la crea y de la humana que debe aceptarla. La distinción cartesiana entre idea y realidad depende en gran medida de la filosofía escotista, que llegó a Descartes por medio de Francisco Suárez [Marion 1981: 105 y ss, 1996: capítulo 5; Ippolito 2005]. Según nuestro autor, las ideas, como la realidad extramental, poseen un ens deminutum o entidad, que no se refiere a la realidad extramental sino sólo al aparecer de las mismas en la conciencia. El error consiste en afirmar como real lo que aparece en la conciencia, es decir, en presuponer una realidad fuera de la mente que correspondería a la idea. La presuposición es, pues, error y causa de todo tipo de error. Ya que, incluso en el caso de que una idea se conociese más tarde como real, afirmarla cuando todavía no se la conoce como tal sería un error. Pero, ¿cómo se alcanza entonces la realidad? Siguiendo a Scoto, Descartes señala que a la realidad se accede mediante la voluntad: ya sea porque es la Voluntad divina que la crea ya sea porque se trata de una voluntad capaz, si no de crearla, al menos de afirmarla. Aunque desde el punto de vista formal la voluntad humana es —como la divina— absoluta, pues se trata de una perfección pura que no admite grados (o se tiene o no se tiene); desde el punto de vista de su poder, es en cambio limitada, ya que ésta no puede crear, sino sólo afirmar la realidad. Sin embargo, como no posee un criterio que le permita afirmar lo que es real, la voluntad se ve obligada a usar su poder infinito de forma negativa, rechazando la afirmación de todo lo que aparentemente es real, es decir, poniendo en ejercicio una duda universal.

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Dios como evidencia absoluta La simple hipótesis no basta para garantizar la correspondencia entre las ideas claras y distintas y el aspecto inteligible de la realidad. De ahí la necesidad de encontrar una evidencia mayor que la del cogito, que sea capaz de permitir el paso a la realidad. En efecto, la evidencia del cogito es limitada: pensar es sólo una posibilidad del sum (porque soy, puedo pensar) pero no el sum, ya que lo pensado no es sum; o dicho de otra forma, en el cogito hay una diferencia insalvable entre cogito-sum y cogito-obiectum, pues el cogito es a la vez sum y obiectum, pero el sum no es obiectum [Polo 1963]. Descartes realiza una nueva hipótesis, la última: sólo si existe una idea cuyo contenido objetivo se identifica sin residuos con su causa, se habrá alcanzado una evidencia perfecta; lo que permitirá fundar realmente y no sólo hipotéticamente la correspondencia entre idea evidente e inteligibilidad de la realidad. La verificación de tal hipótesis es la demostración cartesiana de la existencia de Dios. El método para probar esta hipótesis será nuevamente la duda; en este caso, una duda hiperbólica: no sólo dudará de la idea oscura y confusa, sino también de la clara y distinta. Lo único que permanece a salvo de esta duda es el cogito-sum, pues en el acto de dudar hiperbólicamente aparece con evidencia que yo, que dudo, existo. La duda hiperbólica amenaza en cambio, la posibilidad misma de conocer realmente algo distinto del yo y, por tanto, pone en peligro el proyecto mismo de la ciencia universal. Hay dos vías para alcanzar la certeza absoluta, es decir, la existencia de Dios: la vía del finito y la del infinito.

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La herencia cartesiana Por primera vez, en la Historia, Descartes propone la elaboración de una ciencia universal, que puede también considerarse como el proyecto de la modernidad. El ideal humanístico de saggesse se transforma, en Descartes, en la búsqueda de un conocimiento perfecto de todo lo que es necesario para que la razón humana alcance su máxima perfección. Para conseguirlo es necesario sólo encontrar un principio evidente y un método adecuado. La reducción metodológica y metafísica cartesiana, junto con la pérdida del poder vinculante de la tradición, influyen poderosamente en la formación de una racionalidad instrumental, cuyo objetivo es el dominio de la naturaleza, sobre todo el de la naturaleza humana. Muchos pensadores actuales consideran con cierta suficiencia el racionalismo de Descartes: «orgullosos de su saber psicológico, del psicoanálisis, de la conciencia adquirida de la ambigüedad, de la complejidad, de la compenetración de la mente y del cuerpo, de lo individual y social, de lo natural e histórico, etc., se sienten tentados a juzgar simplista el lúcido pensamiento clásico del siglo XVII» [Hersch 1981: capítulo René Descartes]. La crisis primero de la metafísica racionalista y, luego, de la misma razón ilustrada conduce a la teorización postmoderna de un pensamiento y una voluntad débiles: una vez perdida la creencia en el poder de la razón y en la energía propelente del querer, la razón se siente incapaz de afrontar cualquier tipo de tarea que vaya más allá de la simple satisfacción de necesidades contingentes, de la utilidad creciente, o de deseos de corto alcance. ¿Es posible todavía la idea de un proyecto del saber o, como sostienen los pensadores postmodernos, éste no es más que el resabio de la época de los grandes relatos? Habermas, representante de una nueva Ilustración, considera que este proyecto no sólo es posible, sino también necesario y urgente pues hay que hacer frente a la fragmentación de las ciencias y a la separación de saber y vida [Habermas 2002: 60]. El pensador alemán tiene razón; sólo que tal proyecto, si bien Habermas no lo reduce al de la Ilustración, no puede tener sólidas bases, salvo que se abra a la trascendencia, es decir, a Dios. Lo que puede dar unidad a la multiplicidad de saberes y experiencias no es la praxis comunicativa de Habermas, ni siquiera la aceptación de la fe como depósito de experiencias humanas (culturales y de sentido común) que pueden corregir la deriva de la razón liberal en la investigación y uso de las nuevas biotecnologías, sino de la fe en la existencia de un ser Infinito, fundamento de la verdad, belleza y bondad hacia la que debería tender toda realización humana. Es decir, que es mediante la apertura a los trascendentales, a su unidad y conversión como se vence el riesgo de reducir la ciencia a razón instrumental o procesal, sometiéndola al arbitrio humano o a un puro deseo subjetivo. En este sentido, a pesar de los límites de la filosofía cartesiana (algunos de los cuales han sido indicados a lo largo de esta exposición), en ella hay todavía un elemento central que permite ir más allá de la duda metódica y de la evidencia del cogito; la referencia, claro está, es al Infinito, el cual, si bien ciertamente no es una idea, existe en nosotros como Verdad, a la cual tiende la razón humana; Bien al que tiende la voluntad, y Belleza, a la que tiende la totalidad de la existencia humana mediante las virtudes y, sobre todo, el amor a las demás personas y, por ellas, al mundo. De ahí que la vida humana, en su dignidad de estar abierta a la trascendencia, la cual se manifiesta —si bien de forma diferente— tanto en el alma espiritual como en el cuerpo, no pueda ser reducida a pura biología, racionalidad instrumental o deseo indiferenciado y polimorfo, sino que deba entenderse como aquello que hace posible la unidad del saber humano y su finalidad.

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La ética científica La ética científica, en cambio, debería fundarse sólo en la evidencia y la verdad. Aunque Descartes elabora lo que pueden considerarse los fundamentos de la ética científica, no logra dejarnos más que un esbozo de ésta, que dista mucho de tener el rigor previsto [Malo 1994]. Junto con la demostración de la existencia de Dios, hay otros principios metafísicos sobre los que Descartes deseaba fundar la ética, a saber: a) la omnipotencia divina, que es, a la vez, límite y fin del poder humano; b) la libertad humana, que en cierto sentido es —como en Dios— infinita, y por la cual el hombre es responsable de sus actos; c) la inmortalidad del alma, que no implica sin embargo que Dios no pueda aniquilarla; d) la extensión indefinida del universo, que sirve para evitar el apegamiento a los bienes de esta tierra. Si bien estas verdades no son objeto de experiencia, sirven —en opinión de Descartes— para regular el comportamiento ético del hombre reforzando en él el núcleo metafísico fundamental, la omnipotencia de Dios y su infinita providencia [Lettre à Elisabeth IV: 292]. Pero las conclusiones morales que Descartes extrae de tales verdades no ofrecen ni la necesidad ni la universalidad propias de una ética científica: el conocimiento de un Dios omnipotente, perfecto, cuyos decretos son infalibles, puede suscitar una actitud de rebeldía más que de sumisión; el hecho de saber que se es libre puede provocar angustia más que serenidad, pues la filosofía no dice nada respecto a la muerte de hecho. En realidad, la ética científica cartesiana no se basa directamente en la metafísica, sino en la antropología, en concreto en el estudio de las pasiones. Aquí se encuentra la grande novedad de la ética cartesiana [Spaemann 2003: 81]. Descartes acepta como evidente una doble experiencia indudable: que el hombre está compuesto de dos sustancias distintas y completas (alma y cuerpo), y que entre esas dos sustancias existe una acción recíproca: el cuerpo actúa inmediatamente sobre el alma y viceversa. El origen de estás experiencias también es distinto: la diferencia entre las dos sustancias se piensa, mientras que su unión se siente. La existencia de pasiones en el hombre es la prueba de la unión de sustancias. Por eso, según Descartes, la unión de sustancias, si bien corresponde a una idea oscura y confusa, es tan verdadera como la distinción de las mismas. No basta, sin embargo, postular la unión; hay también que explicarla en la medida de lo posible. Es lo que Descartes intenta mediante la consideración de la glándula pineal como principal sede del alma, desde donde salen y a donde regresan los espíritus animales, es decir, las partes más sutiles de la sangre que mueven los órganos del cuerpo [Le monde XI: 143]. Además de la incongruencia de indicar un lugar del cuerpo como sede del alma, en la explicación cartesiana hay una segunda incongruencia que, como se verá, tendrá importantes consecuencias: la explicación mecanicista de la interacción alma-cuerpo a través de la glándula pineal. En virtud de la unión con una sustancia extensa o cuerpo, el hombre siente las pasiones que lo impulsan a actuar; a menudo, en contra del dictamen de la razón. De ahí que, para lograr el perfecto dominio de sí mismo, deba tenerse en cuenta el influjo de las pasiones en el actuar humano, uno de los ámbitos en donde con mayor frecuencia falta la evidencia. Por tanto, si bien Descartes no lo dice explícitamente, la ética definitiva se basará en el control de las acciones y pasiones del cuerpo y el alma, lo que significa que la antropología cartesiana avant la lettre desempeña un papel central. Ahora bien, ¿esa concepción del hombre es capaz de fundamentar una ética científica? El dualismo cartesiano impide tener una teoría única sobre las pasiones y, por consiguiente, no está en condiciones de establecer el control de las mismas sobre una base firme [Malo 1999]. En efecto, en el tratado de Las pasiones del alma, Descartes propone dos explicaciones diferentes de las pasiones: una causal fisiológica de tipo contingente, que corresponde a la unión de dos sustancias distintas e independientes; otra, valorativa, basada en la consideración de las pasiones —sobre todo, de las emociones— como ideas oscuras y confusas [Bonicalzi 1990: 126]. La antropología cartesiana es concebida, pues, como el nexo entre el mundo de la evidencia de las sustancias, siempre inmutable y eterno, y el mudable y temporal del vivir humano (de sus pasiones y acciones, las cuales dependen del arbitrio divino y, en parte, de la voluntad humana) [Nájera 2003]. La escisión ontológica entre cuerpo y pensamiento es la base de la doble tesis cartesiana de las pasiones. Por este motivo, el yo si quiere mantener intacta la libertad deberá someter con un control rígido el cuerpo, el cual aprovechará cualquier momento de descuido para imponerse al pensamiento mediante una serie de conexiones espontáneas. La imposibilidad de reconducir el pensamiento y el cuerpo a la unidad hace que la integración ética se produzca sólo mediante la subordinación extrínseca del cuerpo al pensamiento. Cuando la pasión somete al espíritu el hombre pierde la libertad; cuando el espíritu subyuga la pasión, el hombre se libera de la necesidad de la naturaleza. Por eso, a pesar de no condenar la pasión en sí misma, Descartes sugiere mirarla con sospecha y someterla al poder de la razón, ya que en la pasión hay un elemento que, salvo en las emociones puras —como amar a Dios— dependientes directamente de la voluntad, se origina en el cuerpo. El control de la pasión no será nunca completo ni interior, sino exterior y limitado a una serie de técnicas, como la de no huir aunque se sienta miedo de modo semejante a como el perro de caza ha sido adiestrado para permanecer quieto cuando siente el disparo. Por otro lado, la sensación, el sentimiento y, sobre todo, la emoción no pueden reconducirse al puro pensamiento, pues son ideas oscuras y confusas; así el miedo es sólo conciencia de una representación del miedo, es decir, es conciencia de sí mismo. Pero, si fuera así, no sería fácil explicar cómo se puede ser envidioso sin darse cuenta de la propia envidia. En definitiva, Descartes confunde la emoción con la reflexión sobre la emoción. Pero, como se observa en el caso del miedo, el darse cuenta del propio miedo no es miedo, pues este no es más que sentir algo —real o imaginario— como peligroso. Más aún, la conciencia de sentir miedo implica cierta separación del miedo que se siente. La ética definitiva, que se basa sobre un control despótico o técnico de las pasiones, cuenta además con otros principios, como el ya visto de la firmeza de la voluntad, pues en ausencia de claridad y distinción no hay que abandonar jamás «la voluntad de emprender y seguir todas aquellas cosas que se juzga son las mejores» [Les passions XI: 446]. Descubrimos así que la regla fundamental de la ética cartesiana, también de la supuestamente científica, es querer siempre lo mejor, lo cual constituye —según Descartes— el aspecto formal de toda acción buena. Tal vez en el papel decisivo del acto voluntario se encuentre la clave de la filosofía cartesiana, cuyo punto de partida (la duda) y de llegada (la ciencia universal) dependen de una volición, más aún de un empeño decidido por querer siempre del mejor modo posible. El acto voluntario constituye así la forma de la moralidad, del dominio que el hombre puede alcanzar e, incluso, de sus relaciones con los demás. En efecto, en lo que se refiere a las relaciones interpersonales, Descartes se propone cultivar la virtud de la generosidad, la cual consiste en la estima de sí mismo y de los demás por una sola razón: la posesión de una voluntad libre, cuyo uso bueno o malo es el único motivo para merecer elogio o desprecio [Lázaro 2009b]. La generosidad abre de este modo el ámbito del autodominio a una ética interpersonal.

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Para los racionalistas, por medio de la razón se pueden conocer proposiciones fundamentales que permitan descubrir por deducción la verdad.   El racionalismo atribuye al hombre habilidades innatas que le permiten encontrar una explicación para todas        las cosas. El fundamento de esta afirmación es el supuesto de que la mente del hombre posee la imagen de la totalidad de lo que existe y no reconoce diferencia entre el Ser y el pensar. Esta apreciación de la realidad se asemeja al principio hermético, que sostiene que todo está contenido en el Todo y que el hombre es idéntico al cosmos. Sin embargo, este concepto nos lleva a cuestionarnos por qué existe la ignorancia si toda la verdad está en la mente. La respuesta de Descartes es que para hallar la verdad es necesario un método que no permita ninguna duda, porque la capacidad de la mente no alcanza. Las matemáticas pueden ser un método, mediante el uso del proceso deductivo, a partir de axiomas, porque el método matemático garantiza los resultados y no puede haber errores. La visión de la realidad del racionalismo es mecanicista; las cosas se componen de partes y para conocerlas basta con descubrir sus principios mecánicos. Este modo de interpretar la realidad, separa al hombre de la naturaleza y acentúa el abismo entre él y el mundo. Descartes desarrolla un método único para encontrar la verdad universal para todas las ciencias, el método de la duda. Dudar de todo lo que no tenga evidencia científica, porque no puede confiar en lo que le dicen los sentidos, ya que de lo único que puede estar seguro es de que está pensando. Para Descartes, la filosofía es la búsqueda de los principios y abarca todo lo que el hombre puede saber; y la base es la metafísica. El método cartesiano se inspira en las matemáticas y consta de cuatro reglas principales: 1) regla de la evidencia, o sea no admitir nada como verdadero sin evidencia. La condición de lo evidente son las ideas claras y distintas que sólo se pueden conocer por intuición, que es la que suministra los principios fundamentales, mientras que por medio de la deducción se infieren las conclusiones ciertas a partir de esos principios. 2) regla del análisis. Una vez que tenemos las ideas claras y distintas, se analizan para encontrar los elementos básicos, como la figura, la extensión y el movimiento. 3) regla de la síntesis, la necesidad de ir de lo más simple a lo más complejo. 4) regla de la enumeración, que exige revisiones generales que aseguran no haber omitido nada.

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