Hidalgo había pasado veintisiete años de su vida en las universidades católicas
(las únicas existentes) en el mundo novohispano, sumergido en la teología, la
escolástica, el recuento de las plumas de los ángeles.
De su paso por el mundo académico Miguel Hidalgo había sacado quizá
lo más importante: el conocimiento y la capacidad de leer y escribir en
italiano, francés, español y latín, a los que su experiencia vital había
añadido el hablar otomí, náhuatl y tarasco.
De aquellos torrenciales meses de agosto de 1810, cuando el ciclón golpeó las costas y destruyó las
casas de Acapulco y las embarcaciones en Veracruz, nos queda la lujuriosa prosa de los soplones y
los traidores, las historias entredichas en las denuncias anónimas o firmadas, y muy pocas
remembranzas de los supervivientes. Pero sobre todo queda el rumor.
Se decía entre los barberos del Bajío que a los europeos los iban
a agarrar y poner en un barco en Veracruz, pero solo a los
solteros, a los casados se les iba a perdonar.
Querían la independencia para la Nueva España, el fin
de la sociedad de castas. Los soplones, los funcionarios,
los bien enterados, en los últimos dos meses cuando
las noticias de la conspiración comenzaron a filtrarse,
los miraban