Materiales de lecturas

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Selección de lecturas para el curso de Filosofía I, ciclo 2016-1
Jorge Galindo
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Universidad Nacional Autónoma de México Escuela Nacional del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente Área Histórico Social Filosofía I Materiales del curso, Ciclo 2013-2014 Profesor Jorge Galindo González Lecturas Instrucciones generales: lee con atención los siguientes textos y, de cada párrafo ubica cuál es el problema, qué dice y con base en qué lo dice, es decir, cuáles son los argumentos presentados, y escríbelos en el espacio de la columna derecha. Asimismo las palabras desconocidas para integrarlas al glosario. De esta forma tendrás más posibilidades de comprensión de cada tema abordado en el texto. Al finalizar tus notas de la lectura, elabora una breve reflexión de lo que consideras haber comprendido acerca del tema presentado, Así, podrás elaborar un mapa mental o conceptual al concluir las reflexiones sobre el mismo. También, contesta las preguntas y realiza los ejercicios que se intercalan en algunos de los textos. Ve registrando información y tus ideas en el formato de apoyo del diario de doble entrada, anexo al final de cada lectura. Lectura cero El Paso Del Mito Al Logos. Expresión con la que se hace referencia al origen de la filosofía como superación de las formas míticas y religiosas de pensamiento y al advenimiento de un pensamiento racional que incluye tanto la filosofía como la ciencia. El origen de esta forma superadora del pensamiento mítico se sitúa en la Grecia del siglo VI antes de nuestra era, más concretamente en Jonia, y es obra fundamentalmente de los filósofos de la escuela de Mileto: Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Siguiendo a Guthrie, se podría decir que tal paso «se produjo cuando empezó a cobrar forma en las mentes de los hombres la convicción de que el caos aparente de los acontecimientos tiene que ocultar un orden subyacente, y que este orden es el producto de fuerzas impersonales». Según Platón y Aristóteles, esta mutación sería fruto de la admiración. Esto supone un logro extraordinario ya que, en el contexto de la época en que se produjo, lo normal y más probable eran las explicaciones de orden sagrado, religioso y mítico que apelaban a seres personales y sobrenaturales con poderes extraordinarios. (En un período ya tardío Epicuro señala, de manera contundente, el abandono del mito para dar lugar a la explicación racional: «basta con que se excluyan los mitos; cosa que es posible, si en perfecto acuerdo con las apariencias o fenómenos, los consideramos como signos de lo que no aparece», Carta a Pitocles, 71).Pero si bien la mayoría de los autores están de acuerdo en señalar en los milesios el origen del pensamiento filosófico y científico-racional, no hay una interpretación única de las causas que produjeron tal paso del mito al logos. En este sentido fue famosa la polémica que enfrentó a Burnet con Cornford. Según Burnet los filósofos jonios habían franqueado «la vía que la ciencia, a partir de este momento, no ha tenido más que seguir». Esta idea implicaba la suposición de que el pensamiento racional - la filosofía en su forma originaria - había hecho aparición de un modo repentino, sin historia previa que investigar, como una «milagro» griego debido a las supuestas peculiaridades del espíritu griego. Esta tesis del «milagro griego» no explicaba realmente nada y, además, mostraba un cierto eurocentrismo al no querer tampoco reconocer las influencias de los saberes babilonios y egipcios sobre los primeros pensadores griegos. Ante dicha concepción, Cornford sostuvo la tesis (en De la religión a la filosofía, 1912 y en Los orígenes del pensamiento filosófico griego, 1952), según la cual la cosmología de los primeros jonios procedía de una reinterpretación y prolongación de los mitos cosmogónicos y teogónicos griegos (narrados por Homero y Hesíodo). En la Teogonía de Hesíodo se pueden distinguir dos narraciones distintas del mito primordial. En una, el relato habla de dioses; Zeus lucha contra Tifón, el poder de la confusión y el desorden, para lograr la soberanía del universo. Este tipo de narración, del tipo de los mitos de renovación y de los llamados mitos de la realeza (parecidos a los dramas ritualizados que se representaban en Babilonia, con el principal protagonismo del rey que confirmaba, así, su dominio sobre la naturaleza y la sociedad), tuvo sentido en el ámbito de la antigua monarquía micénica. Pero la caída del imperio micénico y la expansión de los dorios por el Peloponeso, Creta y Rodas, inicia una nueva fase de la civilización griega (el denominado mundo homérico). Los ritos perdieron su función y su antiguo sentido. A esta fase corresponde la segunda versión en la Teogonía de los mitos de los orígenes: la lucha por el orden no es ahora obra de dioses, sino de principios naturales, aunque todavía con resonancias míticas: Caos, Luz, Día, Noche, Cielo, Tierra, Eros. Esta segunda versión de los mitos cosmogónicos actuó como modelo a las primitivas abstracciones de los físicos jonios: aquello que en el mito son poderes naturales personificados, en los milesios son cualidades abstractas naturales: lo que son se explica por las cualidades empíricamente conocidas, aunque pensadas abstractamente y generalizadas. De esta manera dice Cornford que «en la filosofía, el mito está racionalizado». A partir de Cornford no se pone en duda el papel sistematizador de Hesíodo, pero no puede aceptarse que la filosofía sea simplemente una racionalización de los mitos. Para Hesíodo los orígenes de la tierra, del cielo, del océano y de todo cuanto contienen, todavía es fruto de matrimonios y de la procreación entre personajes sobrenaturales, y todavía manifiesta una excesiva proyección de la estructura social misma en los relatos míticos. No obstante, se reconoce que influyó directamente en el afán de encontrar un orden más allá del caos, y en la búsqueda de un único arkhé. Además, se debe reconocer la influencia que ejercieron los saberes técnicos de los antiguos babilonios y de los egipcios, aunque es cierto que estos pueblos habían desarrollado técnicas eficientes, mediante un proceso de ensayo y error y mediante la búsqueda de correlaciones, pero nunca se habían preguntado por los fundamentos de dichas técnicas ya que, en sus culturas, el ámbito de las causas seguía estando dominado por el dogmatismo religioso. La conjunción de los factores sociales (el fin de la monarquía micénica y los cambios sociales correspondientes; la ausencia de castas sacerdotales entre los griegos del S. VI a.C.; el afán sistematizador de Hesíodo y la influencia de los saberes de otros pueblos, juntamente con la misma situación geográfica de Jonia en un cruce de civilizaciones) es la que permite entender este «paso del mito al logos», en el que jugó también un papel importante el desarrollo de una escritura alfabética. Como fruto de estos procesos surgió, según J.P. Vernant, un pensamiento que excluye la presencia de dioses como explicación de la naturaleza, y la presencia de un pensamiento abstracto que se constituirá en el fundamento de la inteligibilidad de los procesos naturales sometidos al cambio: el (logos), o razón, o idea, o ley universal. El primer elemento dependió de su relación con el mito cosmogónico griego racionalizado; para entender y explicar el segundo, hay que recurrir, según Vernant, al proceso histórico de la constitución de la polis griega como elemento determinante de la aparición de la racionalidad: «la razón griega -dice- aparece como hija de la ciudad». A su vez, en ambos procesos jugaron un papel destacado la transmisión del saber mediante la palabra escrita y no ya meramente por tradición oral, y -como lo destaca Popper- la actitud crítica. Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu. Filosofía y paradoja: El papel central de los grupos aporéticos[*] 1. La tarea de la filosofía. La filosofía no tiene un objeto de estudio distintivo, pues todo es relevante para sus ocupaciones, siendo su tarea la de proporcionar una suerte de expositio mundi, una guía de la realidad para viajantes sin restricciones. La misión de la filosofía es preguntar y responder, de una manera racional y disciplinada, todas aquellas cuestiones acerca de la vida en este mundo que la gente se pregunta en sus momentos reflexivos. En el primer libro de la Metafísica, Aristóteles nos dice que “es a través del preguntarse que los hombres comienzan hoy –y en un principio comenzaron- a filosofar, preguntándose, primero, acerca de perplejidades obvias, luego, en progresión gradual, planteando también preguntas sobre los grandes temas, e.g., el origen del universo” (982b10). La filosofía lucha así por alcanzar esa integración sistemática del conocimiento que las ciencias inicialmente prometieron pero que nunca se las han arreglado para entregar debido a su creciente división del trabajo y su inacabable búsqueda del detalle especializado. Tratando con el ser y el valor en general –con la posibilidad, la realidad y el valor- los intereses de la filosofía son universales y omniabarcantes; la filosofía es demasiado inclusiva y omniincluyente como para tener un rango delimitado de interés. Tampoco tiene un método distintivo, pues sus procedimientos de investigación y razonamiento son demasiado variados y diversificados como para darle una identidad exclusiva. Lo que caracteriza a la filosofía es su misión de lidiar con las “grandes preguntas” concernientes al hombre, al mundo y su lugar dentro de las cosas, haciendo uso en este esfuerzo de cualesquiera medios que tenga a la mano. Ni individual ni colectivamente empezamos los humanos nuestra indagación con las manos vacías o con una tabula rasa. Sea como individuos solos o como generaciones enteras, siempre empezamos con una herencia cognoscitiva diversificada, siendo herederos de esa gran masa de información y desinformación que constituye la “sabiduría acumulada” de nuestros predecesores –o de aquellos a los que escogemos escuchar-. Pero precisamente, ¿qué tipo de cosas constituyen “los datos de la filosofía? Estas incluyen: 1) Creencias del sentido común, conocimiento común y las que han sido “las convicciones ordinarias del hombre común” desde tiempos inmemoriales; 2) Los hechos (o pretendidos hechos) proporcionados por la ciencia de la época; las concepciones de “expertos” y “ autoridades” bien informados; 3) Las lecciones que derivamos de nuestro trato con el mundo en la vida diaria; 4) Las opiniones recibidas que constituyen la concepción del mundo de la época; concepciones que concuerdan con el “espíritu de los tiempos” y las convicciones que integran el contexto cultural propio; 5) La tradición, el saber popular heredado y la sabiduría ancestral (incluyendo la tradición religiosa); 6) Las “enseñanzas de la historia” tan bien como podemos discernirlas. Ninguna fuente posible de información acerca de cómo son las cosas en el mundo deja de ser provechosa para la filosofía. El rango completo de los (pretendidamente) establecidos “hechos de la experiencia” suministra los inputs extrafilosóficos para nuestro filosofar –los materiales, como quien dice, de nuestras reflexiones filosóficas. Los “lugares comunes” (endoxa) que yacen en la raíz del filosofar pueden, por supuesto, incluir también ciertos compromisos parroquiales que no representan hechos (pretendidos), sino lo que explícitamente se reconoce como meras creencias del grupo –lo que “nosotros los estadounidenses” o “nosotros los liberales” creemos. Estos compromisos parroquiales pueden hacerse a un lado para los propósitos presentes. No es que carezcan de importancia –muy por el contrario. Pero subyace profundamente en la naturaleza de la empresa filosófica que debiera esforzarse (en cualquier caso) en “proceder dentro de los límites de la mera razón”; en intentar y proponerse abordar los asuntos por medios universalmente asequibles. No necesitamos, desde luego, aceptar todos estos supuestos “dados” como hechos certificados que deben ser suscritos de manera completa e incondicional. Todo dato es revocable; cualquier cosa podría en el análisis final tener que ser abandonada, sin importar su origen: ciencia, sentido común, conocimiento común, todo el conjunto. Nada es inmune a la crítica y el posible rechazo; todo se halla potencialmente en riesgo. Un teórico reciente escribe: “Ninguna teoría filosófica, o cualquiera otra, pueden proporcionar una concepción que viole el sentido común y permanezca lógicamente consistente. Pues la verdad del sentido común es supuesta por todas las teorías […] Esta necesidad de conformarse al sentido común establece una restricción sobre las interpretaciones que las teorías filosóficas pueden ofrecer.”[†] Basura y tontería. El paisaje filosófico está contaminado con teorías que pisotean al sentido común. No hay vacas sagradas en la filosofía –y menos que nada, el sentido común-. Conforme la filosofía se aplica a su trabajo de volver coherentes nuestras creencias, tendremos que renunciar a algo a lo que estamos profundamente apegados, y nunca podemos decir de entrada dónde caerá o no caerá el golpe. Consideraciones sistemáticas pueden al fin conducir a dificultades en cualquier punto. Todos los datos debieran, sin embargo, ser tratados con consideración. Todos son “posibles”, ejercen algún grado de presión cognoscitiva y presentan algunas demandas sobre nosotros. Pueden no constituir un conocimiento irrefutablemente establecido, pero sin embargo tienen algún grado de mérito epistémico, y dada nuestra situación cognoscitiva, sería muy conveniente si resultaran verdaderos. El filósofo no puede simplemente darle la espalda a estos datos sin mayor discusión. Aun así estos datos no dejan de ser, en modo alguno, problemáticos. La restricción que ponen sobre nosotros no es perentoria y absoluta; no representan certezas a las que debamos asirnos a toda costa. Lo que debemos a estos datos, en última instancia, es respeto, no aceptación. Incluso el más simple de los “hechos simples” puede ser cuestionado, como desde luego algunos de ellos lo han sido. Pues estos datos constituyen una plétora de hechos (o de pretendidos hechos) tan amplia como para amenazar hundir cualquier barco que transporte una carga tan pesada. La dificultad es –y siempre ha sido- que los datos de la filosofía proporcionan una confusión de riquezas. Engendran una situación de sobrecompromiso cognoscitivo dentro del cual surgen inconsistencias. No son solamente datos múltiples y diversificados, sino que invariablemente arrojan resultados discordantes. Tomados todos juntos en su gran totalidad, los datos son inconsistentes. Los estándares rigoristas de la ciencia indican que los datos siempre subdeterminarán a las teorías en este dominio. Pero en filosofía el asunto es diferente. Los estándares relajados que definen el carácter de los datos filosóficos significan que los datos sobredeterminarán a las teorías. Los datos concernientes a los asuntos filosóficos son generalmente inconsistentes; las aseveraciones posibles que constituyen el “conocimiento acumulado” contienen tal diversidad de aserciones y afirmaciones que se vuelven incompatibles. Conforme nos ponemos a responder nuestras preguntas acerca del mundo, empezamos en una condición de disonancia cognoscitiva en la cual las aserciones que apelan a nuestra lealtad son inconsistentes una con la otra. Nuestras inclinaciones iniciales a creer ciertas cosas engendran un sobrecompromiso cognoscitivo: las respuestas que consideramos convenientes y prometedoras para responder algunas preguntas en algunos contextos entran en conflicto con las que adoptamos en otros. Justo aquí yace el quid del asunto. Dos preceptos concernientes a la misión de la indagación racional despliegan el escenario para la filosofía: 1. ¡Responsa a las preguntas! Diga lo suficiente para satisfacer su curiosidad acerca de las cosas. 2. ¡Mantenga consistentes sus compromisos! No diga tanto que algunas partes entren en conflicto con otras. Hay una tensión entre estos dos imperativos, entre los factores de compromiso y consistencia. Nos encontramos en la desconcertante situación del conflicto cognoscitivo, con diferentes tendencias de pensamiento tirando en direcciones divergentes. La tarea es dotar de sentido a nuestros compromisos cognoscitivos discordantes e impartirles coherencia y unidad hasta donde sea posible. El filosofar se mueve siempre a través de dos etapas. Primero hay una etapa “presistémica”, en la que confrontamos un grupo de compromisos tentativos, vistos todos como más o menos aceptables, pero que son colectivamente insostenibles debido a su incompatibilidad. Subsecuentemente viene una fase “sistemátizadora” para encarar las inconsistencias del material en bruto representado por los “datos”. Y esto se convierte en un asunto de poda eliminadora y limpieza en la que la consistencia es restaurada. La filosofía se enraíza en la contradicción, en las creencias en conflicto. Los problemas filosóficos surgen en un escenario cognoscitivo, no totalmente de nuestra hechura, que es racionalmente intolerable; el conjunto total de aseveraciones que consideramos posible nos conduce a inconsistencias lógicas. La situación cognoscitiva es siempre profundamente problemática en su etapa inicial y presistémica. El ímpetu para filosofar surge cuando volteamos hacia atrás para mirar críticamente lo que sabemos (o pensamos que sabemos) acerca del mundo y tratamos de dotarlo de sentido. Queremos una explicación que pueda acomodar óptimamente los datos, reconociendo que no se puede, al final, aceptarlos a todos por lo que aparentan valer. La filosofía no nos dota con nuevos hechos básicos; se esfuerza por sistematizar los viejos en estructuras coherentes mediante las cuales podemos significativamente abordar nuestras preguntas más amplias. El motor original para filosofar es la urgencia de adecuación sistémica, de traer consistencia, coherencia y orden racional al marco de lo que aceptamos. Su trabajo es un asunto del disciplinamiento de nuestros compromisos cognoscitivos para dotarlos en su totalidad de un sentido. Y es así que las exigencias de consistencia racional pasan a un primer plano. La tarea clave de la filosofía es así la de impartir orden sistémico en el dominio de los datos relevantes, hacerlos coherentes y, sobretodo, consistentes. De hecho, podría definir la filosofía como la sistematización racional de nuestros pensamientos sobre los asuntos básicos, de los “primeros principios” de nuestro entendimiento del mundo y nuestro lugar en el. Nos involucramos en la filosofía en nuestro esfuerzo por dotar de sentido sistemático a los “hechos” extrafilosóficos, cuando tratamos de responder las demás preguntas sistematizando lo que pensamos que sabemos acerca del mundo, desarrollando nuestro “conocimiento” hasta sus últimas conclusiones y combinando ítems usualmente mantenidos en conveniente separación. La filosofía es la policía del pensamiento, por así decirlo, el agente a cargo de mantener la ley y el orden en nuestros esfuerzos cognoscitivos. La pregunta “¿debiéramos filosofar?” obtiene así una respuesta directa. El ímpetu para filosofar se halla en nuestra naturaleza de inquiridores racionales: seres que tienen preguntas, exigen respuestas y quieren que estas respuestas sean convincentes. Los problemas cognoscitivos surgen cuando las cosas no se ajustan a nuestras expectativas, y la experiencias del orden racional es la más fundamental de todas. El hecho es simplemente que debemos filosofar; es un imperativo contextual para una criatura racional. v De acuerdo a Rescher ¿qué le da sentido a la actividad filosófica? v Vista así, ¿la filosofía es importante para ti, para nosotros? v Entonces, ¿cuál es la tarea de la filosofía? ¿debemos filosofar? 2. Antinomias y sobrecompromiso cognoscitivo Un grupo aporético es una familia de tesis filosóficamente relevantes, de tal tipo que: 1. hasta donde llegan los hechos conocidos, hay buena razón para aceptarlas todas; la evidencia asequible habla bien de todas y cada una de ellas, pero tomadas juntas son mutuamente incompatibles; 2. la familia entera es inconsistente. Un grupo tal es un conjunto de proposiciones por lo demás afines que, desafortunadamente, resultan ser mutuamente inconsistentes. No pueden todas ser correctas; su misma inconsistencia elimina tal perspectiva; pero son todas razonablemente verdaderas, todas aparentemente aceptadas y hasta cierto punto atractivas. En tal situación, no podemos simplemente apelar a “la evidencia” para arreglar las cosas. La evidencia ha hablado ya y ha hecho bastante bien todo lo que puede hacer en el momento en que la dificultad surge. Y así, mientras que sabemos (gracias a la inconsistencia) que algo esta equivocado, no podemos decir qué es lo que esta fuera de lugar. Podríamos, en teoría simplemente suspender el juicio en tal caso y abandonar el grupo entero más que tratar de salvar la dificultad para “salvar lo que podamos”. Pero este es un precio demasiado alto para pagarlo. Al tomar el camino de abandonarlo todo, renunciamos a demasiado privándonos de las respuestas a demasiadas preguntas. Podríamos recontar nuestra información, no sólo más allá de lo necesario, sino también más allá de lo que es cómodo, viendo que tenemos algún grado de compromiso con todos los miembros del grupo y que no queremos abandonar de ellos más de lo que debemos. ...Una aporía da lugar a un grupo de argumentos válidos que conducen a conclusiones mutuamente contradictorias, aun cuando cada uno posee solo tesis probablemente verdaderas como premisas. Está claro en tales casos que algo no funciona, aunque bien puede ser muy difícil localizar el lugar preciso en donde yace el origen de la dificultad. La solución de una situación aporética tal obviamente llama a abandonar una (o más) de las tesis que generan la contradicción. No importa cuan inobjetables puedan parecer estas tesis, una u otra tiene que ser arrojada por la borda. La restauración de la consistencia es un imperativo. Y el problema es que siempre hay modos alternativos de hacer esto. v Explica que entiendes por aporía, también si consideras posible que desaparezcan de la dinámica social. v ¿Has enfrentado una situación aporética? ¿Qué importancia tuvo resolverla? …La tarea de la filosofía, como Sócrates claramente la vio, es encontrar nuestra salida de la maleza de la inconsistencia en la cual estamos enredados por nuestras creencias presistemáticas. …Dado un grupo aporético, por un lado hay razón sustancial para sostener todas estas tesis colectivamente incompatibles porque para cada una “hay mucho que decir en su favor”. Por otro lado, la simple exigencia de la consistencia lógica requiere la eliminación de alguna de estas tesis. La totalidad del grupo es demasiado; algo tiene que ser apartado. Y aquí es exactamente donde la filosofía comienza: no sólo con la curiosidad, sino también en el asombro y la confusión, en las perplejidades y paradojas engendradas por la inconsistencia de nuestras inclinaciones cognoscitivas; la curiosidad aparece porque tenemos preguntas acerca del mundo para las cuales buscamos respuestas. Pero la confusión también aparece porque las respuestas que nos inclinamos a dar nunca son totalmente obligatorias; ni siquiera, tal y como están, completamente compatibles entre sí. Al responder nuestras diversas preguntas acerca del mundo y nuestro lugar dentro de él, llegamos a asumir compromisos que engendran sobrecompromiso, de modo que nos vemos precipitados en la perplejidad. Los problemas filosóficos surgen cuando las discrepancias afloran conforme conducimos nuestros asuntos cognoscitivos, porque hay discordia y falta de armonía en las respuestas que damos a preguntas relevantes. Los problemas filosóficos se enraízan en el conflicto, la disonancia, la incoherencia, la incongruencia. Una misión primaria de la empresa es suavizar las cosas. La filosofía trata de hacer en nuestro paisaje cognoscitivo lo que los constructores romanos de caminos en el paisaje físico de su mundo: desarrollar caminos directos, suaves, que hicieran posible moverse más fácilmente, con menores obstáculos y frustraciones. En equipo elabora un mapa, mental o conceptual que sintetice las ideas centrales y relevantes que hayas comprendido sobre la tarea de la filosofía, al terminar, intercambia los resultados con otro equipo y a partir de esta información, redacta en equipo para entregar en la página Edmodo, una breve reflexión que sintetice sus ideas acerca de la tarea de la filosofía. ¿Qué es un trasfondo[‡] filosófico?[§] En esta breve nota me ocupo de aclarar dos cuestiones. La primera de ellas es el significado de trasfondo filosófico y la segunda, quizá de mayor interés, su importancia práctica (i. e., la importancia de descubrir el trasfondo de una persona y evitar discusiones inútiles o acuerdos aparentes con ella, por la ingenuidad de creer que se está o puede estarse hablando de lo mismo en un momento dado). Una aclaración previa. Estas líneas las he preparado para un público no experto en filosofía, aunque el especialista también hallará en ellas un contenido útil para comprender mejor muchas de las discusiones que suelen darse en el terreno filosófico y práctico, a veces por desacuerdos de fondo y otras por desacuerdos aparentes. ¿Qué significa trasfondo filosófico? Lo primero que debemos precisar es que trasfondo se refiere a lo que está detrás, lo que está en la base de algo, lo que permite que una cosa esté de alguna manera apoyada. Ahora bien, decimos que este trasfondo es filosófico cuando se refiere al conjunto de creencias que se encuentran en la base del pensamiento de una persona. Dado que la definición encierra varios puntos haré primero una exposición y examen de ellos. Origen del desacuerdo. Supongamos que dos personas no parecen ponerse de acuerdo. ¿Qué es lo que pasa? 1. Supongamos además que, prima facie, no parece ser una de esas cuestiones en donde es claro que se encuentran hablando de dos cosas distintas, llamémosle a este caso desacuerdo en cuanto a los hechos. 2. Tampoco parece tratarse de aquel desacuerdo en donde cada uno valora de distinta manera al mismo hecho, llamémosle a este otro caso, desacuerdo en cuanto a la valoración o estimación del hecho. Tampoco [algo que ya no resulta tan obvio para muchos], se trata de un desacuerdo verbal, el cual aparece cuando las personas emplean palabras iguales con sentidos distintos. Entonces ¿qué es lo que pasa?, ¿por qué no están de acuerdo? 3. Una última respuesta sería; porque en principio no pueden estar de acuerdo, aunque parecen estar hablando de algo similar, en realidad cada uno tiene parámetros distintos de lo que es “real” “importante”, “valioso”, “central”, “indiscutible”, “obvio”, “creíble”, “aceptable”, etc. En otras palabras tienen diferentes concepciones del mundo, de lo real, etcétera. Analicemos más este punto ¿por qué no están de acuerdo? Porque tienen distinto trasfondo filosófico. Cada uno tiene en el fondo una manera de ver el mundo, de concebirlo y, por ende, dado que sus razonamientos en el fondo guardan cierta coherencia con sus principios o creencias básicas, ninguno puede ceder ante las dificultades de la discusión. Cada uno, por decirlo así, opta por preferir su trasfondo y no logra comunicarse con el otro. Si alguno cediera un poco e intentara ver o concebir como el otro, entonces habría elementos comunes, premisas, datos, percepciones que valdrían para la discusión. Empezaría un trasfondo común. ¿Pero en qué consiste más específicamente un trasfondo? ¿Cuáles serían estas creencias? ¿Cómo se forma el trasfondo?, ¿qué incluye? Y ¿para qué sirve? El trasfondo se forma con las creencias que adoptamos de manera consciente o inconsciente, a veces por reflexión pero, en general, por educación. El ambiente familiar genera una gran cantidad de éstas: “la tradición familiar es ir a misa”, “como tu abuelo decía, hay que decir siempre la verdad”, etc. Las costumbres de una comunidad son parte del trasfondo que la persona hereda por pertenecer a ella, quizás posteriormente reaccione y se vuelva contra ellas, lo que será mal visto por la comunidad: ser hospitalario, ser directo o franco, etc. El tipo de educación escolar implica un constante juego de intercambio de creencias en donde el alumno se ve influido en mayor grado por los maestros. Los trasfondos a veces chocan, a veces se tocan en algo al parecer común, pero en general ocurre que una de las personas acaba cediendo ante “lo duro” de las creencias de la otra. El adoctrinamiento suele ser uno de los fenómenos en donde el trasfondo de alguien se impone sobre el otro. Lo llamamos adoctrinamiento porque no es una creencia, sino todo un corpus; toda una doctrina de pensamiento; de una forma de pensar o de ser, una forma de vivir y de actuar. Ahora bien, estas creencias básicas son respuestas a preguntas fundamentales, las cuales tienen que ver con un grupo de problemas, sin duda, filosóficos. Esto es, problemas cuyas preguntas envuelven un cierto aire de dificultad, y cuyas respuestas son en apariencia “finales”, “duras”, “sólidas”, “fuertes, “obvias”, etc. (Otros términos podrían usarse aquí pero pertenecen más al vocabulario de los filósofos como, por ejemplo, “últimas”). Comúnmente la gente las reconoce diciendo: “suena bien” o simplemente, por la naturaleza de este tipo de respuestas las acepta o las rechaza sin más, diciendo: “bien, te creo; no tengo más que aceptarlo”; o bien, “no sé por qué, pero no puedo creer eso”. Algunas preguntas filosóficas que dan origen al trasfondo son[**] las que nos llevan a una concepción del universo, del hombre, de lo bueno y de lo malo, y sobre la(s) forma(s) de corregir lo que hay de malo en el hombre. Veámoslas por separado. 1. Sobre el universo como un todo: qué existe, cuál es su naturaleza última, por qué es como es, para qué o qué finalidad tiene, etc. Estas preguntas darán como resultado una teoría sobre la naturaleza del universo. Un ejemplo sería: el cristianismo se compromete con la respuesta de que el universo es algo creado, con un fin dado por su Creador, y que éste es bueno, todopoderoso y además lo sabe todo; la historia humana se entiende en la medida en que se atiende a la revelación de los propósitos divinos establecidos para ella. En contraste, por ejemplo, un trasfondo como el marxismo sostendría: el universo abarca todo lo que existe y no hay nada más allá de él, es material, y todo en él está determinado por las leyes de la naturaleza, niega además todo tipo de creencia religiosa. 2. Sobre el hombre: qué es, cuál es su naturaleza última, por qué y para qué existe, etc. El resultado de estas preguntas de lugar a la Antropología filosófica como disciplina, la cual permite estudiar las diferentes concepciones que sobre la naturaleza humana se han dado, entre ellas, la platónica, la cristiana, la marxista, la existencialista, etc. El trasfondo cristiano, por ejemplo, afirma que el hombre es algo “hecho a la imagen y semejanza divina” como lo revelan las Escritura Sagradas (Biblia); también afirma que el destino humano depende de su relación con Dios y que el hombre es “libre” de aceptar o rechazar el fin dado por Dios.[††] En cambio, un tipo de trasfondo budista, por ejemplo, afirma que el hombre mismo es la divinidad pero que esta va de lo impersonal a lo personal convirtiéndose en humano y después vuelve a su origen impersonal. 3. Sobre lo que anda mal en el hombre: según unos trasfondos, en el hombre radica la maldad, según otros, el hombre la adquiere del mundo en el que vive (la sociedad, la misma naturaleza, etc.). Supongamos, por ejemplo, los distintos diagnósticos sobre las enfermedades humanas. Algunos conceptos clave ara darnos cuenta de los trasfondos serían que unos hablan de pecado, otros de neurosis, otros de egoísmo, de alienación, etcétera. Cada uno trata de fundamentar su concepción de lo que anda mal acorde al resto del trasfondo. Digamos que hay una interacción de creencias. Una vez aceptada alguna, ella impedirá que puedan aceptarse otras. El criterio que la racionalidad ha tomado para el rechazo es la incompatibilidad lógica.[‡‡] 4. Finalmente, los trasfondos implican un diagnóstico de cómo corregir lo que anda mal en el hombre: para el marxismo, por ejemplo, la enajenación debe contrarrestarse por una lucha por la libertad: la revolución social es una propuesta que permite el cambio y la liberación real del hombre. A diferencia de esto, el cristianismo cree que sólo el poder divino puede salvar al hombre del pecado.[§§] Ahora bien, ¿para qué sirve un trasfondo filosófico? Inter alia, para dar apoyo último y más general a nuestras ideas, para explicar por qué pensamos en última instancia algo de cierta manera y no de otra, para justificar por qué actuamos de una forma en lugar de otra, para establecer qué consideramos valioso o importante y para dar un sentido a nuestra vida. El trasfondo permite que se tengan unos proyectos de vida y no otros. En general, el trasfondo subyace como algo inconsciente para los que discuten. Para la mayoría, su trasfondo se ha constituido casi sin participación de su voluntad.[***] La persona adquiere creencias y actúa con base en éstas y casi nunca piensa si están fundadas, si se articulan, etc. Tampoco ha reflexionado sobre cuáles son más básicas y cómo podrían modificarlas. Cuando la persona llega a discutir y no puede ponerse de acuerdo con alguien sospecha simplemente “piensa distinto”. O, cuando al principio le parece estar de acuerdo con otra, pero después hay incongruencias en la acción, sospecha que “algo raro ocurre con la conducta del otro”. Esto es cierto, pero cuál de los dos trasfondos está más fundamentado, cuál es fruto de una reflexión, cuál conducta está justificada, cuál encierra creencias falsas, cuál es mejor. Sobre estos dos últimos puntos diré algo más. La verdad suele tomarse aquí como un problema relativo también al trasfondo. Qué cuenta como verdadero y qué no, parece determinarse por el mismo trasfondo. Así, a todo trasfondo le pertenece un conjunto de creencias básicas que tienen que ver con una teoría del conocimiento o epistemología.[†††] También a todo trasfondo le pertenece una axiología, una ética y una estética. De alguna forma cada persona emplea en su vida criterios sobre los valores en general, y sobre valores morales y estéticos en particular. Posee una idea de lo valioso, del bien y de lo bello. Pasemos ahora a examinar brevemente la importancia que en la práctica puede ser consciente de la existencia y el papel que juegan los trasfondos filosóficos. ¿Qué importancia práctica tiene el trasfondo filosófico? ¿Es realmente importante un trasfondo? Dado que esta cuestión presupone conceder que es posible valorar un trasfondo, comenzaré diciendo que la cuestión no es sencilla. Aun cuando alguien aceptase que es valioso tener un trasfondo, no resulta fácil argumentar por qué. Recurriré a la pragmática para analizar el problema. 1. Para algunos la cuestión es indiscutible: sin trasfondo no habría pensamiento ni acción, el ser humano no tendría lo que llamamos conducta racional, no habría por qué exigirle a alguien que nos dijera por qué piensa o hace tal o cual cosa. Dado que ocurre lo contrario es que es necesario el trasfondo, de ahí su importancia. 2. Para otros, el problema no se ve como cuestión de hecho, sino de valor propiamente, en sentido estricto, si un trasfondo está más cerca de “la verdad” o explica con más éxito entonces es mejor que otro que conduce a problemas sin solución, a lagunas explicativas, ambigüedades, a generalidades, etc. Preferir un trasfondo sobre otro es una cuestión de suma importancia ya que nuestra vida (su plan global, su sentido, etc.) y la de otros se ven afectadas por nuestros presupuestos filosóficos. Que estos presupuestos sean fruto de una reflexión es lo mínimo que pueden exigírsele a la racionalidad humana. Con Sócrates expresarían: “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”. El trasfondo en la práctica. Al educar se emplean trasfondos. El que profesa, enseña. Guía, o como se le quiera llamar, transmite información, emplea actitudes, y todo está permeado por su trasfondo. Quizás él es dogmático y no está dispuesto a cuestionar sus principios o creencias básicas, quizás él ignora que las tiene y que a todas horas las usa. De todas formas, el punto es que “usa” su trasfondo y, en consecuencia, afecta la forma de ver el mundo de otros. Quizás él desea cuestionar pero su labor no le deja ni tiempo ni energía para hacerlo, o si los tiene no cuenta con el medio propicio para filosofar. ¿Qué hace, entonces? Guarda lugar para la duda mientras enseña, se cuida de afirmar cosas como si fueran la verdad última, reconoce que es su punto de vista pero que éste está a la par de otros con puntos de vista aún no reflexionados con cuidado. Tal vez sospeche que su trasfondo anda mejor que otros porque un grupo de gente especialista o con reconocimiento piensa como él; sin embargo, la duda permanece frente a otros que sin contar con un grupo mayoritario o especial profesan ideas con un aire de seguridad y éxito. A muchos no les preocupa realmente el hecho de poseer un trasfondo criticable por todos los ángulos, con desdén miran a los que dirigen su vida después de pocas o muchas reflexiones. Gustan de no pensar las cosas e incluso se sienten maduros al creer que no tienen necesidad de hacerlo. Con ironía viven creyendo que unos nacen para pensar y otros para simplemente vivir. Las inconsistencias de su racionalidad, las incongruencias entre lo que dicen creer y lo que hacen, no parece afectarles, aunque a los que les rodean si. Finalmente, sólo en contados grupos se forman comunidades, escuelas, etc., donde resulta crucial el examen continuo del trasfondo. Concebir algo como lo que no es resulta tan funesto como creer estar embarazada sin haber concebido. Sócrates decía que muchos creen tener ideas cuando en realidad son sólo quimeras que se desvanecen con la mínima crítica.[‡‡‡] Estas comunidades, como la científica o la filosófica, revisan sus concepciones constantemente y tratan de mantener una coherencia teórica en las distintas doctrinas o formas de ver. Sin embargo, es criticable que ambas no mantengan el mismo rigor en la congruencia teoría-práctica. La manera de pensar muchas veces no caza con la forma de actuar o de vivir. Digámoslo así, hay conciencia mental de la importancia del trasfondo pero no conciencia existencial. Hasta aquí estas líneas. Campirán, Ariel, Filosofía de la existencia, pp. 59-63. Ahora, redacta un texto que sintetice tus ideas sobre esta lectura, resaltando los aspectos relacionados con tu vida cotidiana. A partir de este escrito, elabora un mapa mental o conceptual en equipo. Diario de doble entrada Cita, frases u oraciones, especialmente importantes para el tema.(citar página) Mi pensamiento acerca de la cita, frase u oración. Lectura Instrucciones, recuerda: a) Leer con atención los títulos, subtítulos o indicaciones de cada parte del texto, al menos dos veces. b) Ubica y busca en un diccionario las palabras que no sean de tu comprensión. c) Redacta una breve paráfrasis de cada párrafo del texto y cita en clase, para su comentario o aclaración, aquellos que no te queden claros. d) Realiza las actividades señaladas en cada parte del material. e) Registra información y tus ideas en el formato de apoyo para elaborar el diario de doble entrada, anexo al final de cada lectura. Thiebauth, Carlos, 2009, Introducción a la filosofía, Madrid España, Fontamara. pp. 4 a 1. Atreverse a pensar y atreverse a dudar. Tal vez quepa decir que aprendemos a pensar aprendiendo a dudar, sometiendo a escrutinio, a duda, a crítica, el acervo del mundo. Pensar fácil, pensar difícil. Pensar es, a la vez, algo que hacemos todos los días y algo infrecuente y escaso. Parece, entonces, que esa palabra, pensar, se refiere, por lo tanto, a actividades muy diferentes, una fácil y otra difícil. Empecemos por lo fácil (por lo aparentemente fácil). Es fácil, hasta el punto de que lo hacemos casi mecánicamente, entender muchas cosas del mundo, de las maneras como son y se comportan los que nos rodean, de lo que queremos hacer o de lo que sabemos que se espera de nosotros porque lo que entendemos, contiene pensamientos sencillos. Todas las actividades que hacemos tiene metidos dentro pensamientos: por ejemplo, tomar un autobús o encender una televisión, cosas que parecen no requerirnos pensamiento alguno, de asimiladas que están en nuestra vida, tienen dentro un montón de cosas que sabemos y que seleccionamos, tomamos ese autobús, y no otro, porque sabemos que nos lleva a tal sitio y no a otro. Hemos seleccionado, por lo tanto, dentro un montón de informaciones que tenemos la que es relevante para lo que queremos hacer. De igual forma, sabemos que dándole a ese botón (y no, por ejemplo, a un interruptor que hay en la pared) se encenderá el televisor. De todas las informaciones que tenemos, de todas las cosas que sabemos sobre cómo funcionan los aparatos, hemos activado un pensamiento que nos lleva a hacer específicamente esa acción y no otra (como encender una lámpara, por ejemplo) todo ello parece sencillo y, hablando estrictamente, parecería que no nos requiere pensar: lo hacemos, sencillamente. Pongamos otro ejemplo: hablamos español, o castellano, y no parece que hacerlo nos requiere pensar. No tenemos que pensar que, cuando queremos decir que mañana iremos al cine, emplearemos precisamente esas palabras y no, por ejemplo, “mañana fui al cine” o “ayer iré al cine” manejamos la complejísima estructura del lenguaje sin penar (aunque a veces, como veremos en seguida, pensar qué decimos en algunas circunstancias es complejo y difícil). Una manera de comprobar cómo algo que parece sencillo, que hacemos sin pensar, no lo es tanto es comparar nuestro dominio de la lengua materna con el aprendizaje de una lengua distinta si hemos aprendido ingles en el colegio, por ejemplo, y tenemos que decir en esa lengua una frase sencilla como, “mañana iré al cine”, puede costarnos casar adecuadamente los tiempos verbales, y no es raro que si nuestro dominio no es fluido, metamos la pata en esos casos parece que tenemos que hacer esfuerzos especiales para que lo que les sale sin problema a los ingleses nos salga a nosotros medianamente bien y la cosa se ve más claramente si pensamos en idiomas que nos son culturalmente más lejanos, porque no hemos tenido contacto con ellos desde niños, como el alemán o el chino. Un último ejemplo de la complejidad de este “pensar fácil” es entender a los demás normalmente, y porque sabemos cómo son nuestros padres o nuestros amigos, sabemos cómo tenemos que decirles determinadas cosas o qué comportamientos debemos adoptar con ellos eso lo aprendemos por experiencia; por ejemplo, por haber pasado buenos ratos con ellos o sobre todo, por haber tenido conflictos con ellos y por haberlos resuelto, cómo también aprendemos por experiencia a interpretar los comportamientos de otras personas con las que circulamos por la calle o con las que vamos en autobús si nos damos cuenta, siempre estamos interpretando a los demás, aunque no necesitemos hacerlo de manera explícita y nos sale sin esfuerzo: qué harán, qué no harán; si van a ir por la derecha, tiramos a la izquierda para no toparnos en la acera, si van a salir en la siguiente parada, nos retiramos para que pasen. Si alguien nos preguntara, en todos estos casos, por qué subimos a aquel autobús, por qué le dimos a aquel botón, por qué empleamos aquellas palabras, por qué les dijimos a nuestros amigos, algo de manera determinada o por qué nos retiramos de la puerta del autobús para que se bajara un pasajero, contestaremos dos tipos de cosas: una primera porque queremos algo, como ir a un sitio, ver un programa o hacer un plan, pasarlo bien en compañía o no bajarnos en aquella parada sino en otra todo esto tiene que ver con nuestros deseos, con nuestros proyectos, y sobre eso volveremos más adelante; pero también contestaremos que todas esas cosas tienen que ver con cosas que sabemos, con conocimientos que tenemos y damos normalmente por descontados nuestro conocimiento del mundo y de los demás, lo que sabemos es, de entrada, un conocimiento cotidiano que damos por sentado; normalmente nos resulta sencillo manejarnos en ese conocimiento: es aproblemático, es decir, ni nos crea problemas ni funciona cuando hay problemas. Y eso es, quizá lo más importante: lo que damos por sentado, lo cotidiano, lo que sabemos sin pensarlo mucho, es el conjunto de comportamientos y de situaciones las que nos vale las recetas hechas de lo que ya sabemos. Hemos dicho >; en efecto, todo eso que ya sabemos parece que no tuviera que ver con pensar. En ese contraste en lo que ya se sabe y el pensar parece que estamos oponiendo algo que tenemos –almacenado en nuestra memoria, en los movimientos casi mecánicos del cuerpo o de las interacciones sociales- con algo que hacemos –el pensar- que requiere un cierta actividad y un cierto esfuerzo. Esto que hacemos con esfuerzo, el pensar, es precisamente el “pensar difícil” al que antes aludíamos. Cuando decimos que > parece, en efecto, que tenemos que hacer algo con la mente o con lo que sea que piense de nosotros: parece que es solamente entonces cuando tenemos una actividad y realizamos un trabajo. Sin embargo eso no debe ser exactamente así: no parece que pueda no haber algo de la actividad de pensar metido en aquellas tareas que llamábamos del pensar fácil. También lo que ya sabemos cotidianamente tiene que tener metido dentro algún pensamiento, algún hacer nada fácil. Para comprobarlo no tenemos más que fijarnos que no es infrecuente que existan fallos y fallos importantes en nuestro saber cotidiano. A veces lo que sabemos, o que creíamos, nos chirría y nos pone dificultades. Por ejemplo, nos equivocamos al subir al autobús (eso puede ser irrelevante, pero también importante en algunas circunstancias) o –más grave aún- podemos equivocarnos al interpretar a los demás, al concebir lo que quieren o lo que esperan de nosotros. Es decir podemos encontrarnos en problemas cuando lo que pensábamos, o damos por descontado, no nos funciona. En casos graves puede que incluso empecemos a concebir que no entendemos el mundo o a los demás, y que algo grave está pasando. No es, por lo tanto, que lo que sabemos en la vida cotidiana, no tenga adentro una actividad; no es que no tenga “pensamiento” o, por emplear un término al que le iremos dando vueltas, “racionalidad”: es que ese pensamiento y esa racionalidad suelen aparecer en la vida cotidiana, en forma fácil, como lo ya sabido. Pero lo sabido tiene detrás pensamiento y esfuerzo, y trabajo: tiene una actividad que llamamos mecanizada, aunque no seamos máquinas. Y que no es infrecuente que tengamos que poner a trabajar lo que sabemos se muestra, precisamente, cuando topamos con problemas y cuando lo que sabemos no funciona como suponíamos que tenía que funcionar. Se muestra también cuando el mundo que vemos funcionar –la gente que anda por la calle, de quienes nada sabemos, o la gente cercana de quienes sabemos implícitamente mucho- se nos torna borroso y no lo entendemos; y nos inquietamos por ello. Si muchas de las cosas que nos pasan en la vida cotidiana nos desasosiegan y se nos vuelven problemas ante los que no sabemos muy bien que hacer (quisiéramos, de hecho, que desaparecieran esas situaciones, no quisiéramos que nos hubieran pasado, no quisiéramos estar en ellas), y si muchas de esas cosas nos demandan algo (como tomar alguna decisión, hacer algo), entonces quiere decir que su borrosidad tiene dentro algo con lo que podemos hacer algo: a eso podemos llamarlo también pensamiento. La razón por la que es necesario insistir en que hay pensar metido de por medio incluso ahí donde parecería no haberlo, es sencilla: sino hubiera pensamiento ahí, la borrosidad del mundo se nos haría insoportable; no podríamos nunca ni hacerle frente, ni despejarla. No podríamos tampoco reaccionar ante los fallos de nuestro saber cotidiano, no podríamos rectificar errores, ni corregir acciones o tipos de acciones que llevan a fracasos o a situaciones sin salida. Si no hubiera pensamiento o racionalidad en nuestras acciones cotidianas –si no hubiera actividad racional en todo actuar-, no podríamos ni siquiera entenderlas. Y si alguien nos objeta que muchas veces nuestras acciones no son racionales, pues no es infrecuente que operemos por impulsos, o que todos nuestros no contienen lo que estamos llamando pensamientos, pues muchos de ellos son producto de deseos que no podemos controlar racionalmente (como una adicción o una pasión erótica), tendremos que contestar, aunque sea provisionalmente (pues sobre ello volveremos más adelante), que, en el sentido en que aquí estamos empleando la palabra “pensamiento”, también los impulsos y los deseos contienen pensamientos. Precisamente por eso los podemos definir y entender (diferenciamos, por ejemplo, una atracción sexual de la ira, o la vergüenza que a veces nos inunda de la sed que nos lleva corriendo a una fuente), aunque a veces no podamos controlarlos. Los podemos describir, podemos alegrarnos de ellos o reprocharnos haberlos sentido… La cuestión del control de los deseos, si es que así se puede hablar, no es exactamente de lo que aquí estamos hablando, aunque se derive de ello como un problema. Sólo estábamos indicando que incluso con lo que parece inicialmente borroso y opaco al pensamiento podemos hacer algo: pensarlo. En esas situaciones opacas o borrosas es cuando aparece lo que de difícil tiene el pensar: tratando de entender qué falló, o por qué lo que parecía sencillo se nos ha hecho borroso, problemático, inquietante. En esos casos queremos entender lo que pasó, y queremos saber qué hacer. Si entendemos lo que pasó lo qué falló, es algo que hicimos (mal) y que nos daña o que daña a alguien, que es algo que nosotros o muchos quisiéramos evitar, entonces no sólo queremos entenderlo: queremos que no se repita, que no vuelva a repetirse. En estos casos, el saber qué hacer puede ser equivalente a saber qué no hacer: aprendemos que hay cursos de acción que debemos evitar porque nos dañan o dañan a otros. Dicho así parece fácil y lógico. Pero sabemos que no lo es. Este aprender es de los más difíciles, y lo hacemos a base de golpes, de errores, de fracasos; y lo hacemos todo el rato: en las relaciones con los demás, con los amigos, con nuestra(s) pareja(s). Entender por qué una relación no siguió adelante, o por qué no sólo no salió, sino que nos dolió o hizo daño, y saber qué no hacer en el futuro, requiere un esfuerzo de pensamiento. Como lo ha requerido en la historia (y es una lección), el saber que la esclavitud de los seres humanos es repudiable o que la pena de muerte no puede ser justificada. Lo que nos exige pensar ¿Por qué ese esfuerzo no es tan sencillo como aquel otro de pensar fácil del que hablábamos al principio? Tal vez porque nos exige a la vez muchas cosas: nos requiere percibir lo que es más relevante del problema; nos requiere el a veces doloroso coraje de no engañarnos sobre cuáles motivos; reconocer los errores de nuestros deseos (nos equivocamos en lo que queríamos: sobre lo que volveremos) o de nuestras creencias; nos requiere razonar sobre las causas y sus efectos en lo que pasó; nos requiere ser coherentes con otras cosas que hemos dado por sentadas en nuestra vida o con creencias de las que no podemos, en este momento, dudar… Otras veces nos requiere también dudar, someter, a sospecha, criticar. Sobre esto último volveremos enseguida, porque quizá lo más difícil de pensar es, precisamente, dudar. Pero antes fijémonos en la secuencia de verbos, de acciones y de disposiciones que el pensar nos requiere: percibir, no engañarnos, reconocer errores, razonar, ser coherentes, dudar. Todos esos son ingredientes del pensar. Por eso, hablando estrictamente, los ordenadores no piensan, aunque sean magníficas máquinas lógicas. Pensar con coherencia requiere que seamos lógicos, algo que aprendemos cuando argumentamos y damos razones; pero nuestro pensar es algo más que pensar con coherencia lógica: reclama toda una serie de buenas maneras de hacer un montón de cosas que tienen que ver con nuestras emociones (como tener el coraje de no engañarnos) y con nuestras percepciones (como saber qué es lo relevante); con nuestra constancia (que viene reclamada por la coherencia) y con nuestra seriedad. Todas estas buenas maneras pueden llamarse sencillamente por su viejo nombre: son virtudes. Las virtudes no son solo maneras de ser lo que llamamos “buenas personas” (sea lo que eso sea), aunque también: son, por lo que ahora nos importa, buenas maneras de hacer bien las cosas en este esfuerzo del pensar y que, como vamos viendo, nos implican por entero: implican nuestra cabeza, y nuestro corazón, nuestro cuerpo y nuestra mente (si es que se pueden separar). Pero son –no lo olvidemos- buenas maneras de hacer algo que tiene que ver con nuestro razonamiento, con nuestro pensamiento, para entender y para sacar consecuencias. Atreverse a pensar es aprender a hacerlo, y el pensamiento de los humanos, cuando va al fondo de las cosas cada día, es una forma de constante, sistemático, nada obvio aprendizaje. Obsérvese que en lo que vamos diciendo no estamos presuponiendo que tengamos que ser buenas personas para pensar: también parece que pueden y deben pensar “los malos”, sean estos quienes sean (cada uno de nosotros nos entendemos, de entrada, como “buenos” desde nuestras perspectivas, pero podemos ser “malos” desde la perspectiva de otros). Más adelante tendremos que abordar con cuidado ese inmenso problema, el problema de los amigos y de los enemigos, de las perspectivas que se ponen en práctica en el juicio moral. Por ahora nos basta con saber que lo que hay de difícil en el pensar radica en que pensar, razonar, nos requiere casi por entero y de una manera adecuada, con todas esas virtudes del conocimiento que hemos indicado. Ahora bien, ¿cómo aprender a pensar? ¿Cómo se aprende a percibir, a no engañarnos, a razonar, a reconocer los errores, a ser coherentes, a dudar? Una cosa podemos decir: que se aprende paso a paso, poco a poco. Si dijéramos que todo eso que se requiere en el pensar se requiere de golpe, a la vez; que a la vez tenemos que ser sinceros o no engañarnos, y tener la constancia para ser coherentes, y la perspectiva para saber dudar… probablemente tendríamos que concluir que pensar no es ya difícil, sino imposible. De hecho, cuando tenemos dificultades para entender algo es porque no nos falla solo una de esas cosas, sino varias. Y cuanto más grave es el problema al que nos enfrentamos, o más borrosa e incomprensible la situación ante la que nos hallamos, más de esas virtudes del pensamiento se nos requieren. Hay dos rasgos que acabamos de sugerir de pasada y que merecen algo más de atención antes de regresar a las dificultades del aprender a pensar. Hemos dicho que las situaciones o los problemas que nos requieren pensar son complejos de distintas maneras, y hemos hablado tanto de cosas aparentemente muy sencillas, como tomar un autobús, y de cosas explícitamente muy complejas, como las relaciones amorosas, indicando que en todas ellas anda metido, y probablemente, el pensamiento –un pensamiento que será también complejo de maneras diversas. También hemos dicho que aprendemos paso a paso, poco a poco. Lo primero, la complejidad de las situaciones que se nos presentan como problemas y que nos demandan respuestas, indica que son muchos los aspectos del mundo y que no es fácil normalmente precisarlos y definirlos con claridad. Si decimos de una situación que es compleja es que estamos presuponiendo que no es posible reducirla a un único elemento o a una descripción simple. Pensemos, por ejemplo, en una relación (complicada, como suelen serlo todas las relaciones interesantes) entre dos personas. El tipo de vínculo que tengan (amistoso, amoroso, de compañerismo), el tipo de circunstancia en la que se encuentren, las interpretaciones diversas que hagan de sus deseos, el cruce de las imágenes que del otro tenga cada uno, cómo entiendan y formulen sus esperanzas… todo ello son rasgos que requieren complejas descripciones. Hemos aprendido de la literatura y del buen cine la capacidad de realizar esas descripciones (tanto, que a lo mejor hemos inventado precisamente esas artes para podernos describir y narrar) que captan los mil aspectos de una circunstancia y los mil rostros que tenemos. Nos atrae lo complejo, y a veces nos damos cuenta de que lo que nos inquieta de una situación que vivimos, como, por ejemplo, una relación amorosa, es nuestra capacidad para percibir todos los rasgos de la misma o de ordenarlos adecuadamente, mostrando como relevante lo que es importante, poniendo en nuestras consideraciones lo anecdótico en segundo lugar o encontrando el tiempo narrativo adecuado. Una buena manera de comprobarlo es ver lo que hacemos cuando le contamos a alguien los avatares de nuestras relaciones. Tenemos que ir introduciendo detalles, historias paralelas y secundarias junto con consideraciones generales (eso que a veces llamamos “nuestra filosofía”) si queremos que quien nos escucha se haga una idea cabal de lo que le contamos. Y si acertamos a contar adecuadamente nuestra historia, parece que hemos dado ya un primer e indispensable paso a aclararnos respecto a lo que contábamos. No es infrecuente que llegar a dar con una buena descripción o con una buena narración sea la clave para entender y empezar a solventar lo que nos inquieta, o para definir, al menos, la situación y el problema que tenemos que afrontar. Es decir: la complejidad del mundo nos reclama complejidad de nuestros relatos: otra virtud más del buen pensar que se añade a las que antes mencionábamos. Aunque, desde luego, no cabe inferir de ello que solo por narrar bien o describir bien se acaba la acción y se cierra el problema. Describir y narrar, que son acciones del pensamiento (en el lenguaje, en la percepción, en la emotividad que nos hacen) no son todas las acciones que realizamos en la vida; no son, en concreto, la vida misma. No solo narrar, sino también aprender a hacerlo, requiere tiempo, como aprender a pensar. Y es que, como dijimos en la introducción, si todo esto que reclama el pensar es posible, y si es algo que hacemos – y lo hacemos todo el rato-, entonces es que el tiempo de nuestro pensamiento, como el de nuestra vida, no es solo el instante: pensamos y vivimos, al menos, en la media distancia. Esto no quiere decir que no vivamos el instante (como iremos viendo en otros momentos) sino que, junto al instante (no sabemos si a su lado o dentro de él), hay un tiempo más extenso, más abierto, más denso, que es el que requiere el pensar y lo hace posible. Cada acto de pensamiento nos requiere tiempo, y el proceso de aprender a pensar, -poco a poco, paso a paso- nos requiere otro tiempo, todo el de la vida. Porque tal vez nos acabemos nunca de aprender a pensar, y tal vez en ese aprendizaje va camb

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