La brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y matriarcal que se remonta al
neolítico. Esta religión profesa el renacimiento o reencarnación y la capacidad del hombre para
influir en su destino.
Al principio de la Edad Media, la Iglesia toleraba la brujería y la consideraba mera superstición de las
gentes sencillas e ignorantes. Pero más adelante, a partir del siglo XII, la brujería adquirió cierta
dimensión social como aglutinante de colectivos reprimidos, de siervos y mujeres.
La brujería fue perseguida con gran virulencia después de la Edad Media, a partir de la bula de
Inocencio VIII Summis desideratis affectibus (1484), que tuvo la infeliz idea de relacionarla con la
herejía: «ha llegado a nuestros oídos que gran número de personas de uno y otro sexo no evitan
fornicar con los demonios, íncubos o súcubos, y que mediante sus brujerías, hechizos y conjuros,
sofocan, extinguen y hacen perecer la fecundidad de las mujeres, la propagación de los animales y
las cosechas».