Personaje sorprendente,
Hidalgo había pa- sado
veintisiete años de su vida en
las univer- sidades católicas (las
únicas existentes) en el mundo
novohispano, sumergido en la
teolo- gía, la escolástica, el
recuento de las plumas de los
ángeles. Y sin duda como
resultado de es- ta experiencia,
al paso de los años, el cura no
parecía tenerle demasiado
respeto a las insti- tuciones
universitarias, en particular a la
Real y Pontificia Universidad de
México.
De aquellos torrenciales meses de agosto de 1810, cuando
el ciclón golpeó las costas y destruyó las casas de Acapulco
y las embar- caciones en Veracruz, nos queda la lujurio- sa
prosa de los soplones y los traidores, las historias
entredichas en las denuncias anóni- mas o firmadas, y muy
pocas remembranzas de los supervivientes. Pero sobre
todo queda el rumor. Se decía entre los barberos del Bajío
que a los europeos los iban a agarrar y poner en un barco
en Veracruz, pero solo a los los casados se les iba a
perdonar.
Para hablar de ellos se usaban metáforas
novedosas como que «electrizaban a
jóvenes sin reflexión». Y se hablaba mucho
de amolar y afilar los sables, pero lo que
se afilaba eran los zapatos en los bailes
que se sucedían en el entresuelo de la
casa de Domingo Allende. La verdad es
que era la conspiración más condenada al
fracaso que había tenido lugar jamás en
nuestra tierra. Nunca antes un grupo
clandestino había estado tan repleto de
indecisos, rodeado de traidores, soplones,
advenedizos. No podían triunfar.
El cura llegó a San Felipe en enero
de 1793 en un segundo exilio
interior. Para combatir el
aburrimiento de las tardes decidió
crear un grupo de teatro de
aficionados. Parece ser que el asunto
tenía segundas intenciones porque
quería conquistar a una jovencita de
la región a la que le propuso entrar
en la compañía, Jo- sefa Quintana, de
«dulce mover de ojos.» Buscando la
obra apropiada, recurrió a su ar-
senal de lecturas prohibidas y
censuradas, y en- contró entre ellas
una obra de Moliere que le resultaba
particularmente grata: El Tartufo. La-
mentablemente la obra no había
sido traducida en la conservadora
España y se vio obligado a ha- cer su
propia y, por tanto, primera
traducción.